viernes, octubre 10, 2014

"La vida de las mujeres", de Alice Munro

 Por Carlos Bonino

 Imaginemos un ligerísimo filamento en suspensión. Del grosor de un cabello. Cualquier imperceptible variación de la corriente (de aire, de energía) provocará en él un efecto. Así, el temperamento y personalidad del artista. Su corazón es un sismógrafo, un barómetro, un preciso y genuino polígrafo. En este sentido, la hiperestesia es condición fundamental del creador de ficciones (y no ficciones).

 Ese mecanismo afinado y preciso es Alice Munro.

 Tan afinada y precisa que al cándido podrá parecerle incluso despiadada. La morosidad en el detalle psicológico, el retrato total es la especialidad de Munro. Casi puede uno imaginarla de niña con su vestido de marinerita arrancando los ojos de las cuencas a los peces en su cesta sólo para exponerlos, colocarlos a la vista, que es la manera que el artista tiene de comprender el mundo. La misma curiosidad desprovista de alarma de la niña Jordan frente al miembro desnudo de Chamberlain  prefigura el espíritu de la futura narradora/artista.

 "La vida de las mujeres" es también, de nuevo, la crónica de los años de formación del escritor (como en Proust, en Henry Miller...). Su desenlace aparece como una coda de resonancias epifánicas a cuya altura sabemos que la autora ha encontrado su destino.

 El lector de Munro descubrirá también que sus palabras resuenan una vez cerrado el libro con la insistencia ciega de un grillo en una caracola. En este sentido, los contenidos de la obra actúan como un mágico sedimento que trabaja en silencio, un poso que se extiende y cobra nuevas dimensiones después de acabada la lectura. ¡Bravo por Alice Munro, capaz de bofetadas que escuecen al rato! No subestimemos esa especie de escándalo de fiesta en casa del vecino que se adivina como un pulso tras la aparente calma de sus relatos (rasgo que comparte con Sherwood Anderson y Steinbeck, por citar sólo esos nombres) porque es signo de auténtica grandeza literaria.

 Y al final del viaje, de la mano de Alicia (cicerone como la del cuento), uno descubre que, pese a las apariencias, no ha aprendido absolutamente nada del mundo que le rodea. Nada.

Sino tal vez algo más.

Algo distinto.

Otra cosa...